24/2/09

LAS TARDES MÁS BUENAS DEL AÑO

Las tardes más buenas del año (capítulo 11 del libro¡Qué alegría!)
Lo repongo por unas peticiones.
22 diciembre 2005

¡Ave María Purísima!

Estamos ya en las fiestas navideñas, los días más bonitos del año. La reunión con la familia, el retorno a los hogares de todos los que están distantes, la gran familia. Fiestas de muchas luces, aquí, en nuestra cultura, de belenes, de regalos, fiestas de buenos deseos, fiestas llenas de paz. Antes para mí eran así también, pero no. No eran ni parecidas. ¿No me comprendes? Bueno, voy a intentarlo.
Un día mi hijo pequeño me dice: “toma, papá, un caramelo muy bueno”. Y yo lo cogí, y lo destapé. ¿Qué había dentro del envoltorio tan bonito? No había nada. Él se había comido el caramelo, por eso sabía que estaba muy bueno. A ti también te lo habrán hecho en alguna ocasión, ¿no? Son cosas de los críos; la verdad es que nos reímos los dos juntos y preparamos la broma para que otro cayera en ella.
No, no digo que debajo de todo este montaje comercial de la Navidad no haya nada, eso no sería cierto. Hay y mucho. Hay muchas familias que viven un poco mejor por estas fechas, con sus comercios, los talleres artesanales, los hornos y todos los dulces típicos de nuestra cultura, los turrones de Jijona, pueblo de unos siete mil habitantes y, sin embargo, unos dos mil trabajan en esos turrones que todos los años dan la vuelta al mundo por ser uno de los mejores. Prácticamente casi todas las familias viven y trabajan en estos días para el turrón. ¿Esto es malo? Yo creo que no, en absoluto. El hombre tiene derecho a vivir una vida digna y feliz.
Pero yo a veces, por mí lo digo, me pregunto: “¿Es esto la Navidad? ¿Tan sólo es esto? ¿De dónde sale todo este ruido?”. Muy fácil: es la cultura del consumismo. Igual que las ramas se sujetan en el tronco -bien visible-, todo se sujeta por las raíces -ocultas bajo tierra-. Esto ya lo habíamos comentado, ¿entonces...? Es nuestra cultura. ¿Recuerdas cuando eras pequeño cómo tus padres ponían el belén, el nacimiento, los pastorcillos, los reyes magos, los animalitos, la leña...? Eran, y son, nuestros belenes. Eran, y son, nuestros villancicos, cultura popular, cultura religiosa, cultura de convivencia, cultura de respeto... y todo esto era barato. ¡Cómo nos recogíamos todos con nuestros padres! Éramos como esos pollitos que corretean, siguen a su mamá gallina, al papá gallo.
Estoy seguro de que todo esto despierta viejos y preciosos recuerdos, ¡qué ratos más buenos! Y mi pregunta viene aquí: “¿por qué ahora no? ¿Por qué privamos a nuestros hijos de esto?”. Ay, las prisas, el follón de todos los días, el no tener tiempo para nada. Cada vez estamos más sujetos, somos más esclavos... del consumismo desbordado. Y encima, en estas fiestas hay que comprar, porque toca, es bonito. Ahora el hombrecito rojo que trepa por el balcón, como un ladrón, ¡y cuántos hay! Parece una plaga. ¿Es bonito? No sé, no me gusta. Además de no cumplir la normativa fundamental de la imaginación -que desciende mágicamente por una chimenea con su carro tirado por renos-, éste no se parece en nada. Con una escala de cuerda, trepando con dificultad por una ventana, por una terraza, parece más un ladrón de película que alguien que te va a regalar algo.
Bueno, tienes razón, cada uno que ponga lo que quiera, pero este sujeto rojo se coloca en un plis-plas, mientras que nuestro belén llevaba -y lleva- días de montaje. Muchos ratos de gozar, trabajo laborioso por parte de todos, donde los pequeños son parte de la escenificación. Ellos ponen las figuritas y luego, todos juntos, cantamos unos villancicos, de siempre, los nuestros... Hay diferencias entre lo uno y lo otro.
¿Qué quieres que te diga? Me gusta muchísimo más nuestro belén y te recomiendo de todo corazón que pruebes a ponerlo con tu familia, con unas figuritas humildes, baratas, las que tú escojas, y verás de nuevo renacer tu ilusión, algo brotará de nuevo dentro de nosotros. ¿Y si eres como esos pastorcitos: pobres, sin dinero, que dormían al raso viendo las estrellas encima de ellos...? Entonces, ¿no existe para ellos la Navidad? ¡Claro que sí! En estas fiestas debemos pensar más que en ninguna, en la necesidad de compartir con los que nada o muy poco tienen. Viven con nosotros, los vemos a diario, les podemos ayudar un poco. Seguro que sí. También podemos colaborar con estas organizaciones que tanto bien hacen, como Cáritas, Manos Unidas, y muchas otras... aquí, junto a nosotros, y allá, en esos países donde hay tanta necesidad, pero necesidad de verdad, de supervivencia, o se les ayuda o mueren. Y también tienen niños, abuelos, familias enteras que parece que los grandes gobiernos se olvidan de ellos, ya que ni petróleo ni nada valioso tienen. ¡Cómo somos! ¡Qué inhumanos, qué hipócritas, donde tanto hablamos de dignidad!
Por eso yo, desde mi humilde posición, reclamo, aconsejo volver a nuestras raíces, que tanto bien han hecho a nuestros mayores.
Te contaba cómo hacíamos las estrellitas plateadas para el belén en casa de mis padres, esto recuerdo que te lo conté hace algo de tiempo. Pues aún hacíamos más, mucho más. Cuando llegaba el mes de noviembre, había un maestro que nos reunía a todos los alumnos -que queríamos, por supuesto-, tanto los de su clase como los de las otras. Todos éramos de la misma escuela del pueblo. Nos preparaba unos villancicos, los ensayábamos todos juntos, para cuando llegase el día veinticuatro de diciembre, el día de la Nochebuena, la noche más buena de todas, ya que esta noche nació nuestro Señor, Jesús, hijo de María y de José, el carpintero de Nazaret.
Pues en estos días preparatorios, ensayábamos los villancicos, y además íbamos a los bares a recoger las chapas metálicas de los botellines de cerveza, de refrescos, y luego él, con los chicos más mayores, provistos de un martillo, las iban chafando una a una, y, por cierto, la parte del corcho a modo de junta, que luego pasó a ser de plástico, la retirábamos con un pequeño cuchillo. Se aplastaban bien, dejándolas planas, muy planas, y otros chicos, con un clavo, las perforaban de una en una por el centro, quedando la chapa planita y agujereada, y las tirábamos en una caja de cartón. Y la caja se llenaba, ya lo creo, había muchísimas chapitas. Por cierto, tienes que pensar que antes bebidas de estas se consumían pocas, es decir, íbamos al bar y podíamos recoger tres, cuatro, siete... y para de contar. Era todo un trabajo. Íbamos a recogerlas muchas tardes y, como éramos muchos niños para tan pocos bares, no era de extrañar que fueras y ya hubieran estado recogiéndolas; de tal modo que nos sentábamos un rato junto a la estufa de leña por si acaso caía alguna más.
¿Cuántos años hace? Déjame hacer memoria... Mi primer recuerdo viene de Gandesa, un pueblo de Tarragona, en la sierra, entre los años 1961 y 1964. Preparábamos todo esto y, además, ensayábamos los villancicos. ¡Era precioso!
El día veintidós sonaba la lotería. Todos los hogares con las radios encendidas, los que la tenían, y los niños de San Ildefonso cantaban los números premiados. Pasaba este día, y el veintitrés a ensayar con nuestro maestro, por la tarde, con un frío intenso, todos a escuela. Allí el maestro nos esperaba, entrábamos y era como en un ensayo general, veíamos más de un centenar de panderetas, confeccionadas con nuestras chapas perforadas, unidas por un clavito, de dos en dos, a una tablita fina de madera que algún carpintero había cortado. ¡Todos teníamos nuestra pandereta! Algunas que sobraban las llevaba él y, si algún chico se había puesto enfermo, él le daba “la suya”. Eran nuestras panderetas, las habíamos hecho nosotros, al menos en su fase primera, porque luego eran algunos padres y el mismo maestro en su casa quienes las iban finalizando. Éramos más de cien niños, qué ilusión. Nos sentíamos profundamente felices. El maestro nos sabía llenar de felicidad, era uno de los nuestros, nos comprendía, se ilusionaba, había amor en él hacia sus “muchachos”. Siempre nos llamaba “mis muchachos”.
Llegaba el día veinticuatro, el gran día, y había que esperar. Mirábamos todo desde la perspectiva de la espera, era el gran día, la gran tarde. Saldríamos a cantar nuestros villancicos, con nuestras panderetas. Todo gratis. Absolutamente gratis. ¡Tanta felicidad y gratis!
El aire vibraba, nosotros, nuestros padres, nuestros vecinos, todo el pueblo vibraba de ilusión. Había mucho amor, en la noche donde el amor triunfaba. El maestro, que era católico, iba por la mañana a informar por dónde íbamos a pasar, ya que el pueblo lo dividía, cruzaba por la mitad, una carretera nacional y, tanto para ir a la escuela como para volver, teníamos que cruzarla, atravesarla en un punto concreto... Todo, todo lo tenía planeado. ¿Semáforos? Que va, teníamos algo mejor, mucho mejor. Ahora lo comprenderás. Todos colaboraban de algún modo.
La guardia civil estaba en el cruce exacto por donde todos nosotros pasaríamos. Perdona. Me estoy yendo por las ramas. Vuelvo atrás.
Las cinco de la tarde, tapados con nuestros gabanes de entonces, con nuestras bufandas, y el que tenía guantes de lana los llevaba puestos. En pequeños grupos pasábamos al otro lado del pueblo, por el cruce que justo allí, siempre el veinticuatro a esa hora, estaba la guardia civil, con sus capas grandes. Daban el alto a los vehículos, nos sonreían y nosotros cruzábamos protegidos. Éramos importantes, las autoridades de esa tarde.
Por una acera, a unos cuatrocientos metros, estaba el grupo escolar, nuestra escuela de todos los días, pero hoy era la gran tarde, una tarde muy especial, única. Subíamos los escalones que había, unos ocho, no lo recuerdo con exactitud, y entrábamos al fondo a la izquierda, nuestra clase, mejor dicho, la del maestro. Él, allí, con sus hijos, también en edad escolar, y las cajas de panderetas. “Cariño, coge tu pandereta y cuídala”. Y la cogíamos, una cada uno, todos con la nuestra, y las hacíamos sonar pegando contra la palma de la mano izquierda. Y empezábamos. ¡Qué jolgorio! Intenta imaginártelo, más de cien panderetas sonando revueltas por el pasillo, y nuestro maestro ni se inmutaba, no le molestaba aquel ruido. También recuerdo a su mujer junto a él. Una señora mucho más bajita. Y tampoco parecía que le molestaran nuestros ruidos. Se sonreía. Disfrutaban viéndonos a nosotros disfrutar allí. ¡Era nuestra tarde, pero aún no empezaba! ¡Era la tarde de los muchachos! Venían padres también y, cuando él lo decidía, nos hacía salir a todos a la calle, pero no a la acera, sino al centro, y ocupábamos la calzada, era como una invasión: él en medio, con su esposa, y “sus muchachos” rodeándolos, delante, detrás, a los lados; en formación natural, pero en silencio, para escucharlo a él perfectamente. Y los padres detrás y delante, como protectores. El maestro llevaba las panderetas restantes y un saquito colgado del brazo.
Silencio. Lo mirábamos. No se oía nada. “¡Muchachos!” -nos llamaba la atención- “Campana sobre campana”. Y todos, siguiendo su entrada, empezábamos a cantar y a tocar nuestra pandereta. Él nos llevaba cada año por un recorrido. ¿Por qué? Muy sencillo. “Cariños, llevamos la alegría del niño Jesús a todos los que hoy no la tienen”. Es decir, íbamos a cantar a todos los que estaban enfermos, para recordarles que Jesús no se olvidaba de ellos. Allí, nosotros, a puerta abierta y sin entrar, todos en la calle, formando un abanico sobre la casa, cantábamos, con fuerza: “Cantad, muchachos, que Jesús hoy tiene que nacer en muchos corazones”. Y allí le cantábamos todos, él el primero.
Perdona, ¿te acuerdas que al comenzar te decía que hay que renacer? Hay que renacer a nuestra historia. Somos lo que somos y no lo podemos negar.
Sigo. Aquí estoy. Algún año pasábamos por alguna casa en la que había alguien en las últimas, muy enfermo, a punto de fallecer. Entonces... seguíamos sin dejar de cantar, pero nos decía el maestro: “piano, muy piano”, que significaba cantar muy despacito, a poco volumen. Y cuando le preguntábamos por qué, nos decía: “así su alma nos oye como un susurro y se alegra”. Y seguíamos. ¿Por cuánto tiempo? Generalmente, entre dos y tres horas. Recorríamos todo el pueblo, todas las casas de enfermos. ¡Ah, el saquito! Era para los caramelos, para algún dulce que nos regalaban. El maestro lo iba recogiendo. En alguna que otra vivienda le daban algún dinero en monedas, todo iba al saquito. ¡Con qué naturalidad lo guardaba todo en el saquito!
Era nuestra tarde-buena. Nos sentíamos, éramos, los chicos más felices del mundo. Fíjate si éramos importantes que al cruzar, ahora todos juntos, la carretera nacional, los guardias civiles nos saludaban militarmente. El maestro nos explicaba que éramos una formación y que tenían obligación de hacerlo, pero también era un saludo, una muestra de cariño. Por cierto, un año fuimos todos al cuartel, más allá de nuestra escuela, a las afueras, porque una señora estaba enferma y el maestro allí nos encaminó. Si hubieras visto cómo nos aplaudían, cómo nos sonreían, cómo nos felicitaban y cuántos caramelos nos daban... bueno, al maestro.
Había algunas paradas obligadas. Al inicio, todos cantábamos mirando a la escuela. Eran las primeras voces nuestras. Otra parada era el Ayuntamiento, con el alcalde y los suyos abriendo las puertas de par en par, creo que ellos también eran muy felices. Y la última parada era siempre la misma: la iglesia. El cura, con aquel gorro que llevaban, nos esperaba con las puertas abiertas. Sonreía y nos decía: “no toquéis nada”. El maestro le contestaba: “no se preocupe, los muchachos no tocarán nada”. Y era así: tantos como éramos y él nos conocía bien a todos. Entrábamos, nos situaba frente al belén, al nacimiento, y allí nos hacía cantar “con más amor si podéis, el niño es pequeño y no lo podemos asustar”. Y repasábamos todo el repertorio.
¡Era la tarde más feliz! Todo el pueblo, la guardia civil, incluso el cura, todas las autoridades, todos estaban bajo nuestras voces. Y aquí terminaba la tarde. Bueno, faltaba la misa del gallo, donde se cantaban también villancicos, pero ya no éramos los muchachos los dueños, ahora íbamos con los padres y toda la iglesia cantaba bajo la dirección del señor del órgano. Ya no podíamos llevar nuestra pandereta, que estaba en casa en algún lugar preferente.
¡No se me olvida, no, claro que no! ¿Cómo se me va a olvidar? ¿Y el saquito? Bueno, ya no era un saquito. Era un señor saco, repleto y con bastante peso. El maestro lo vaciaba completamente en la iglesia, quedando todo su contenido al descubierto, y era nuestra delicia. Nos contaba y, sencillamente, dividía. Los caramelos para los muchachos. Empezaba a repartir hasta que no quedaban. A sus dos hijos igual que a todos los demás. Allí éramos todos “sus muchachos”. Y con el resto hacía lo mismo, incluyendo a los padres que habían colaborado. Por supuesto, acordándose del carpintero, al que llevaba algún trozo de turrón duro a su casa.
Las monedas se quedaban todas en la iglesia: “tome, padre, usted sabrá dónde colocarlas, dónde harán más falta”. Todos sabíamos que eran para unas familias muy pobres que vivían en las afueras, y se les ayudaba como se podía, ¡todos lo sabíamos! Así se hacía con todo el contenido del saquito, hasta que nada quedaba. Sus muchachos eran los agraciados. No te puedes imaginar la de caramelos que nos tocaban a cada uno. Era todo nuestro. Éramos los más importantes del mundo, ya que nuestro mundo era nuestro pueblo. Y nuestro maestro, con nosotros.
De repente, el maestro llamaba nuestra atención: “muchachos” -ya en la puerta de la iglesia, en la calle, nos decía-: “¿aún os quedan fuerzas para cantar un último villancico?”. Gritábamos: “sííííí”. ¿Para quién era este último villancico? ¿No te lo imaginas? ¿No recuerdas que iba todo el rato cogida de su brazo su esposa? Sí, era para ella, Doña María, que era su nombre, y ella lo miraba, feliz, y nos escuchaba como si fuéramos un coro de ángeles. “¡Gracias!”, nos decía al finalizar. El maestro, ahora sí, nos decía: “acordaos que esta noche nace el Niño, dejad vuestro corazón abierto para que Él pueda entrar. Feliz Navidad a todos”.
Y así terminaba nuestra tarde-buena. ¡Qué derroche de amor y qué bien lo pasábamos! Éramos niños muy felices, con muy poco, la Navidad comercial casi no existía. El señor de rojo, que sube por los balcones, no era de los nuestros, nada tenía que hacer con nuestros villancicos y nuestros belenes. Ahora teníamos nuestra pandereta, “guardadla como oro en paño” -nos decía el maestro-. Siempre colocada junto al belén que teníamos en casa. Allí estaban los pastorcitos, que éramos nosotros. Nosotros cantábamos a Jesús nacido, para nosotros, para Él y para muchos enfermos, para todo el pueblo, para todo el mundo. Al igual que hicieron los pastores cuando el ángel les dijo: “vengo a traeros una buena noticia que será causa de gran alegría para todos; os ha nacido un salvador”. Y glorificaban al rey: “gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres”. Los humildes, los más humildes de aquellos tiempos, los pastores que pasaban la noche al raso, vigilando el ganado, se juntaron en la Adoración del Niño con los tres reyes magos, reyes de poder y magos de saber, pero todos adorando al verdadero Rey. Al Salvador. Al que nos llena el corazón de paz, de inmensa paz, de profunda alegría, como a nosotros “los muchachos” del maestro, porque para Dios todos somos iguales, somos sus hijos.
Sin gastar una peseta, teníamos paz, vivíamos la Navidad, con todo su sabor, sin ruidos comercialotes. Cada cosa tiene su tiempo.
Creo que si meditamos esto con un poco de silencio todos sacaríamos conclusiones muy valiosas. Hoy hay que vivir como hoy, pero no podemos olvidar nuestras raíces, nuestra tradición, lo que es nuestro. Creo que lo uno y lo otro no tienen por qué estar reñidos.
En honor a la verdad, voy a decirte algo más del maestro. Era Don José y su esposa era Doña María. Sí, sí, oyes bien, José y María. José Escobedo y María García, aunque yo entonces los llamaba papá y mamá. Porque así era, mi padre y amigo Don José, mi madre especial Doña María.
Esta Nochebuena del año 2005 no saldrán a cantar, no saldremos “los muchachos” a cantar. Ellos ya fallecieron. Pero te puedo decir, asegurar, que de alguna forma cantarán por todos nosotros desde el cielo. En la misa del gallo, estarán, será en sufragio, pero estarán. Cierra los ojos y recuerda, piensa en lo que te he contado.
No podemos olvidar nuestras raíces, no queremos, las tenemos en Nazaret, en Belén, en la Sagrada Familia... en nuestras familias.
¡Me llena de felicidad ser hijo de Dios!
¿Y tú? No tengas miedo, no te lo pierdas.

Posdata: te agradezco que aún sigas ahí. ¡Feliz Navidad!

3 comentarios:

  1. Anónimo24/12/08

    Hum, vaya, vaya:
    Veo que por fin te has decidido a dar a conocer a todos ese libro que sólo unos cuantos hemos tenido el privilegio de leer.
    Es uno de los textos más emotivos que he leído en mucho tiempo... la pena es que no haya una editorial que se anime a sacar una segunda edición que pueda llegar a todo el mundo, sobre todo a Hispanoamérica, donde tanto se lee este blog.
    Por cierto, ¿algún día publicarás también en primicia algún capítulo de tu segundo libro: ¡QUÉ FELICIDAD!?
    Ése sí que debería editarse ya, seguro que emocionará aún más a los que ya conocen tu primera obra.
    Gracias.
    Kaplan

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  2. Anónimo26/12/08

    Qué recuerdos aquellos... Me ha gustado mucho (como siempre) tu regalo, pero que sepas que aunque de otra manera (hay que adaptarse a los tiempos que corren) el miércoles tuve el placer de asistir a la misa del gallo en la parroquia San Pedro Pascual de Valencia (parroquia donde mis hijas han hecho su Primera Comunión) y la iglesia estaba A TOPE de gente que junto a mi familia celebró de una manera solemne y muuy alegre la venida del niño Jesús. Tendrían que haberlo grabado, el ambiente era impresionante y la alegría desbordante. Los cristianos hoy en día no lo tenemos tan fácil como cuando éramos pequeños, pero seguimos intentando seguir el rastro de la estrella y el espíritu santo está con nosotros siempre.

    Gracias por el regalo y un beso muuy fuerte para toda la familia.

    María, Juanjo y las tres niñas

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  3. Anónimo1/1/09

    Sencillamente tierno , no he podido evitar que en varios momentos del relato brotaran unas lágrimas de mis ojos, me ha emocionado.
    Que pena que nuestros hijos no puedan experimentar esos momentos tan grandes y tan llenos de Amor.
    Muchas gracias por compartir esos momentos tan íntimos,quiero leer el libro entero creo que me entusiasmará.
    Gracias.

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