Todos los días al levantarnos tendríamos que decirnos esto: “yo te amo, Señor.” Sería una costumbre muy buena, y nos llenaría el corazón de más amor, para seguir diciendo: tú eres mi fortaleza, la roca donde pongo mis pies, y quedo fijado para mirar al horizonte, y si no, que se lo pregunte a los montañeros. Señor, tú eres mi libertador, mi escudo cuando me lanzan esas flechas venenosas, esas palabras dañinas que tan sólo buscan mi mal, escudo de envidias.
Pero tú -y deberíamos seguir diciendo-, tú eres mi salvación, la salvación de todo tu pueblo, y qué paciencia más grande nos demuestras, porque siempre que te llamamos, cuando te necesitamos, ahí estás tú. Mejor dicho aquí estás tú, junto a mí, junto a los que te invocamos.
San Pablo nos recuerda siempre que hemos de acoger la Palabra de Dios, y vivirla, hacerla realidad, y sabemos que hoy en día hay luchas, como antaño, como en todos los tiempos pasados, pero hay que llenarse de ella, porque de lo contrario sí que vamos contracorriente. No hacer lo que debemos es ir en contra, no porque ahora está de moda, nosotros tampoco hemos de caer en eso.
Nosotros con el Señor, y él nos guardará de todas las caídas innecesarias, provocadas tantas veces por nuestro alejamiento y por nuestra comodidad.
Personalmente, necesito ir al Sagrario, en ese silencio, pero ante todo en esa Presencia real, para comentar todas estas cosas, para recibir consejos, para calmar furia, para pedir perdón, para estar, simplemente estar, y no allí, sino “estar con él”, con ese amigo nuestro que tenemos, y que nos recuerda cuál es su amor hacia nosotros.
Siempre pendiente de mí, de nosotros, de todos, de un pueblo, de los que lo buscan. Él, siempre está allí, aquí, ahora, y sólo depende de mí, de que lo salude y le diga “Señor, te quiero. Mi buen amigo Jesús, aquí estoy”, del verbo estar, no sólo en presencia, sino de corazón, con toda mi alma, con todo mi ser. “Aquí me tienes, tuyo soy, haz de mí.”
Pero tú -y deberíamos seguir diciendo-, tú eres mi salvación, la salvación de todo tu pueblo, y qué paciencia más grande nos demuestras, porque siempre que te llamamos, cuando te necesitamos, ahí estás tú. Mejor dicho aquí estás tú, junto a mí, junto a los que te invocamos.
San Pablo nos recuerda siempre que hemos de acoger la Palabra de Dios, y vivirla, hacerla realidad, y sabemos que hoy en día hay luchas, como antaño, como en todos los tiempos pasados, pero hay que llenarse de ella, porque de lo contrario sí que vamos contracorriente. No hacer lo que debemos es ir en contra, no porque ahora está de moda, nosotros tampoco hemos de caer en eso.
Nosotros con el Señor, y él nos guardará de todas las caídas innecesarias, provocadas tantas veces por nuestro alejamiento y por nuestra comodidad.
Personalmente, necesito ir al Sagrario, en ese silencio, pero ante todo en esa Presencia real, para comentar todas estas cosas, para recibir consejos, para calmar furia, para pedir perdón, para estar, simplemente estar, y no allí, sino “estar con él”, con ese amigo nuestro que tenemos, y que nos recuerda cuál es su amor hacia nosotros.
Siempre pendiente de mí, de nosotros, de todos, de un pueblo, de los que lo buscan. Él, siempre está allí, aquí, ahora, y sólo depende de mí, de que lo salude y le diga “Señor, te quiero. Mi buen amigo Jesús, aquí estoy”, del verbo estar, no sólo en presencia, sino de corazón, con toda mi alma, con todo mi ser. “Aquí me tienes, tuyo soy, haz de mí.”