29/10/11

Gritad de alegría

En este domingo, y para toda la semana, resuena en nuestros oídos las primeras palabras del señor: “gritad de alegría” y quizás nos tendríamos que preguntar, ¿por qué? Bien sencillo, porque el mismo Señor nos llevará por el camino llano para que no tropecemos mortalmente. Él mismo se proclama Padre nuestro. La verdad es que si meditamos todo esto en silencio, en la capilla de la comunión o en casa, si pienso a quién me dirijo y quién es el que se dirige a mí... ¡Úf!


Y es así porque el mismo San Pablo nos lo confirma, es Dios quién llama, no es cosa de mi voluntad, sino que Él pasando por aquel camino donde estaba el ciego Bartimeo, no un cualquiera desconocido, sino el hijo de Timeo, a quién todos conocemos, pues vive en nuestro pueblo, en nuestro barrio... Es un buen vecino nuestro.

Le grita desde la orilla, donde vive cómodamente sentado, acostumbrado a una existencia relajada y sin problemas, pero que no puede dejar escapar esta ocasión, porque Dios mismo, pasa junto a él y Jesús, haciéndose un poco el sordo, hace que grite más, que tome mayor partido en su propia vida. Se detiene, y pide a los que van con Él: “llamadlo” y lo hace precisamente por esta actitud suya de haber querido ahogar los gritos de un marginado, necesitado también de la misma fe. Hay quienes no quieren dejar esta posibilidad, olvidando que Dios es Padre de todos, y que tiene mucho interés en este, por eso da esta doble lección a uno y a los otros, pero como Él siempre lo hace, con cariño.

¿No es una contradicción que el ciego diera un salto soltando su manto, o lo que es lo mismo sus apegos a esta vida acomodada, y se pusiera junto a Jesús?

“¿Qué quieres que haga por ti?” Y el ciego dando una respuesta colosal reconociéndolo primero como verdadero “maestro, que pueda ver”. Y Jesús, una vez más dice, nos dice: “tu fe te ha curado. Y al momento recobró la vista y lo siguió”.

Nada más, y ¡nada menos!, que a Jerusalén, donde la cruz lo esperaba.

Y es que la Gloria, está en la Cruz.

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