21/4/13

LAS ETIQUETAS (Del libro "Qué Alegría" de Antonio Escobedo

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Las etiquetas
De un golpe salgo del sueño de la noche, con el típico
sonido del despertador –ti, ti, ti, ti–ti, ti, ti, ti. Abro
los ojos y la realidad se me echa encima. Son las seis y
cuarto de un día como cualquier otro. Me levanto y lavo
mis manos, mis dientes, todo. Aún dormido me visto.
Es de noche. Veo las farolas de la calle encendidas, con
esa luz amarillenta que ponen ahora. Es bonita.
Vas a ver, viajo en un tren todos los días, y siempre
subimos más o menos los mismos, y en las mismas estaciones,
cada uno repite los mismos actos cada día. Uno
busca ventanilla; el otro quiere viajar de cara, es decir,
mirando en la dirección en la que el tren se desplaza.
Éste de aquí, siempre, siempre se duerme al instante.
Tiene una facilidad increíble. Aquél va leyendo, todos
los días con su libro. El de más allá, el de los auriculares,
lleva esa radio moderna, el MP3. Pero, si te fijas bien,
hacia el fondo del vagón, está un señor de pie, todos los
días de pie, no busca sentarse, se queda siempre de pie,
solo. Es muy serio. Parece enfadado, no quiere mantener
relación con nadie. Diría que es joven, pero no me
gusta su aspecto. Es muy raro. Me desagrada.
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¿Lo ves? ¿Lo estás viendo? Hacia el fondo del vagón,
sí, el que lleva la chaqueta gris, lleva esa chaqueta gris
todos los días. Creo que incluso se lava poco. Su gesto es
serio, aunque a veces creo, no sé por qué, que está alegre.
¡Pasa de todos nosotros! ¡Ni nos ve! Da la impresión de
que nos desprecia, que no significamos nada para él.
¡Que tío más raro! Él va a lo suyo. ¡No me cae bien!
Mi predisposición lo ha etiquetado. Lo he retratado
por completo. Tengo su perfil psicológico. ¿Te das
cuenta de lo que ya te estoy diciendo? Sigamos.
Hoy me he levantado de mi asiento en el tren y he ido
hacia el fondo del vagón, y me he puesto de pie junto a
él, a ver qué pasaba. Así unos minutos en silencio. Y él,
con el mismo gesto, no se ha inmutado. No huele mal
como me pensaba. De pronto le he preguntado:
–¿Por qué habiendo asientos libres no se sienta?
Él me ha respondido con una sonrisa:
–Es que me han operado de un quiste pilonidal y no
puedo. Me duele más si lo hago.
¡Ah! Primera metedura de pata, y yo pensaba que
era raro. Y ahora resulta que el raro soy yo por pensar
mal. Por mi predisposición, por haberlo definido, por
haberlo retratado. ¡Primer error!
Me has pillado, ¿cómo te has dado cuenta? No, no es
ésta la respuesta que me ha dado. La suya ha sido:
–Como soy joven, dejo que los señores mayores que
suben en la siguiente estación, puedan sentarse cómodamente.
No me importa viajar un rato de pie.
De nuevo mi sorpresa y vergüenza, pero... ¡tampoco
es ésta la respuesta que me ha dado!
Segunda carta
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La suya ha sido:
–Soy cristiano, y mientras viajo rezo el rosario; no
busco asiento porque bajo enseguida del tren, pero le
agradezco su interés por mí. Muchísimas gracias.
Todo esto acompañado de una sonrisa feliz, profunda.
Hay tanta serenidad en él que yo, incluso, me he
sentido relajado y muy a gusto.
Escoge tú la respuesta que más te guste o incluso otra,
y compárala con mi actitud, con la predisposición...
¡Fíjate qué sorpresa! Pon mucha atención, por favor,
yo no viajo en tren ningún día.
¡Menuda sorpresa! Sí, como lo oyes. Por mi trabajo
realizo el mismo puente aéreo todos los lunes y viernes
de todas las semanas a excepción de las vacaciones. Parezco
más un pajarito de tanto volar que un hombre.
Escucha, ahora voy en serio. Todos los lunes cojo
el mismo avión, el mismo puente aéreo, como dicen,
regreso el viernes por la tarde a casa. Siempre estoy
volando, menos mal que es rápido, poco más de media
hora, y al no llevar equipaje pesado, enseguida salgo
del aeropuerto, donde un coche me espera y voy al
trabajo.
Pero ¿qué ocurre? Ya varios lunes, junto a mí se sienta
un señor, otro pasajero, que no para de hablar. ¡Es
pesadísimo! ¡No hay quien lo aguante! Bueno, pues ya
son varios los lunes que vamos juntos. Yo siempre voy
en la misma butaca, la tengo reservada, por así decirlo.
¿Qué hago? Subir, sentarme y hacerme el dormido
hasta llegar al destino. Luego bostezo, y le digo:
–¡Ya hemos llegado!
Las etiquetas
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¡Me levanto, cojo mi bolsa de mano y salgo disparado,
escopeteado, como dice un buen amigo! Así evito su
charla, su rollo patatero, ¡es que es muy pesado! No te lo
imaginas, ni de lejos lo puedes comprender. Empieza y
no para. Aún así no creas, voy todo el trayecto oyéndolo,
porque se engancha con el del otro lado del pasillo, y al
pobre lo pone a caldo. Creo que durante toda la semana
el dolor de cabeza no se le pasará. ¡Y no exagero nada!
Para variar, he decidido hablarle, darle conversación
y sacrificarme un rato. Bueno... no es tan poco, es algo
más de media hora. ¡Uf! Allá voy:
–¿Qué tal ha ido el fin de semana por casa? –le digo
por decir algo.
Para qué habré dicho nada, de quién ha sido la genial
idea de darle charla. ¡No ha parado en todo el viaje! Es
espantoso. No creía que se pudiera hablar tanto y tan
deprisa.
Pero es que en un par de veces, he utilizado la técnica
del despiste mirando por la ventanilla, ¿y qué ha ocurrido?
Su mano, su graciosa mano, me ha tocado con
“cierta suavidad” el hombro, reclamando mi atención
como así ha sido.
–¿Me decía? –le respondo yo–. Y de nuevo bla, bla,
bla... sin parar. ¡Horroroso! En fin, algo positivo de
todo esto, es que ya hemos aterrizado; no he escuchado
ni a la azafata anunciar la llegada.
–¡Bueno, hasta otro día, si Dios quiere!–exclamo con
educación.
–Adiós, adiós, que tenga una buena semana –es su
respuesta.
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–Gracias –respondo, y me marcho–. Y la marcha
rutinaria de todos los lunes.
Viernes. Es viernes. Acudo al aeropuerto para poder
regresar a casa. Pero antes, voy a tomar un café y leer
la prensa, de la edición de la tarde. Estoy con el café en
la mesita, el periódico abierto, voy a comenzar a leer lo
del premio de literatura... ¿Qué pasa? Una mano me
toca el hombro:
–¡Qué casualidad! Me alegra mucho verle, –me dice.
–El gusto es suyo –respondo y ya no puedo decir nada
más.
–¡Sí, sí, el gusto es mío! Qué alegría coincidir con
usted, una persona tan formada –me comenta.
En fin, me tomo mi café y él el suyo. Pliego el periódico
y pienso que en otro momento será. Nos levantamos
y vamos hacia la puerta de embarque, la número cuarenta,
¡Qué casualidad! Cuarenta años por el desierto,
cuarenta días sin comer ni beber, en fin, qué le vamos
a hacer.
Él me está contando algo sobre su perro, mejor dicho
una perrita que acaba de tener perritos, y me quiere
dar uno.
–¡No, no quiero ninguno! –sólo me faltaría que el
perrito hablara como su amo–. ¡No, gracias!
Miro mi periódico de la tarde, lo pliego y justo estamos
pasando por al lado de una papelera. Adiós al
periódico, adiós a la lectura. Y allí, en esa papelera,
queda el periódico.
–¡Diga, diga, le escucho! ¡Qué interesante! ¡Ah, qué
bueno! ¡Cuánta razón tiene! –son mis respuestas.
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–¡Hasta el lunes próximo, que tenga un fin de semana
delicioso con su familia y los perritos! –no sé cómo,
pero le he dicho todo esto.
Es lunes, pienso que con el frío que hace puede haberse
constipado, y no venir. Me escondo detrás de mi
periódico. Junto a mí no está, ¡qué bien! Es otro pasajero
hoy. Qué respiro. Me alegra verme libre, y nada
más empezar la lectura, oigo a mi derecha:
–¡Perdone! ¿Me podría cambiar el asiento? Así podría
charlar con mi amigo.
Pero, no puede ser. Es su voz, le pide al nuevo pasajero
que le cambie la butaca para sentarse conmigo de
nuevo y poder charlar.
–Por supuesto señor, es un placer –le ha respondido.
Yo. Yo me quedo tieso. Pero, ¿es posible lo que estoy
oyendo? Ya lo creo, ya lo tengo aquí junto a mí, si es
posible no lo sé, pero real sí lo es. ¡Por cierto!
–¿Sabe que los perritos...? –comienza él y...
Y así hasta aterrizar. Mi periódico, de nuevo, está en
la papelera.
–¡Hasta el viernes! –me dice.
–Sí, sí –le respondo cansadamente.
Viernes. Mi café, mi periódico, ¡parece que no viene!
De pronto su voz:
–¡Hola! ¿Qué tal todo?
Sí, ha venido, lo tengo ya sentado en la mesa, con
su cortadito –como dice él– y me está contando... Mi
periódico, ya sabes cuál es su final. ¡Exacto! A la papelera.
Puerta cuarenta, sentados en el avión, y a casa.
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Así llevo ya siete años, ¡qué casualidad! ¡El siete! Pues
no te digo por qué es una casualidad, tienes razón,
piénsalo tú. Pero ahora tengo que corregir mi interpretación
de los hechos. ¡Ahora me siento el hombre más
feliz del mundo!
Resulta que mi compañero de vuelos, Vicente, tenía
una fobia a los sitios cerrados, o algo así, y su médico le
recomendó que cuando volara intentara hablar para,
poco a poco, ir venciendo este miedo. Y así lo hacía, no
dejaba de hablar ni un instante, y lo cierto es que ya no
toma medicación, le han dado el alta por esta fobia, y
con alguna excepción tiene superado lo del miedo, por
ejemplo al ascensor...
A mí, se me hicieron los viajes cortísimos; hubo viajes
que no me di cuenta de que habíamos despegado, y sin
embargo, estábamos ya aterrizando, una maravilla.
¡Qué vergüenza a veces pensar tan mal! Poner esas
etiquetas tan horrorosas a personas que son excepcionales,
mucho mejores que yo. No lo hagas tú nunca.
No vale la pena, no es bueno para nadie. Y por supuesto
no es un buen testimonio de cristiano. El “piensa
mal y acertarás”, es falso. No es bueno, ni es cierto.
¿Acaso soy juez? Juez sólo hay uno, como nos dice el
apóstol Santiago en su carta. Nosotros hagamos lo que
es bueno, tanto para los unos como para los otros, y así
sí que daremos un buen testimonio de lo que somos: la
Iglesia de Cristo.
Te confieso que a mí me ha llenado de algo muy grande,
me ha llenado de una capacidad de amar superior,
de mayor felicidad, incluso en mi hogar, mi familia lo
ha notado. Enseguida me dijeron que me enfadaba
menos, que sonreía más. Aún no sé cómo, pero disfruto
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más en mi trabajo, intento ver a todos con otro amor,
que como hombre no puedo ver, pero que con ayuda
del Espíritu Santo, sí puedo. ¿Me comprendes?
¿Quién se le puede resistir? Yo sé que cuanto más
pequeñín soy yo, Él es más grande en mí, y nos va
muy bien así, los dos juntitos. ¿Acaso crees que tú sólo
puedes? La felicidad viene del Amor. Mañana es Pentecostés,
¿será por eso que te cuento todo esto?
¡Tengo que corregir mi actitud! Por cierto, puestos a
corregir, te tengo que confesar que no viajo casi nunca
en avión, ni mi trabajo me obliga a ello. Soy incorregible.
Perdóname. Siguen las sorpresas.
Viajo, como sabes muy bien, en autobús, en esos
autobuses que casi siempre van repletos de gente, que
casi siempre huelen a humanidad.
Bueno, sí, es cierto, tampoco viajo en autobús. Ahora
sí que me has pillado.
¿Y qué más da? No tiene tanta importancia. Lo importante
es tu disposición, la mía, la predisposición.
Esa etiqueta colgada de antemano. Pero me es curioso
cómo podemos hacer tanto daño a otros, tan sólo porque
tenemos la impresión de que son esto o lo otro.
Colgamos la etiqueta con gran facilidad, y la dejamos
ahí, como si nada. Nos creemos con derecho de golpear
a cualquiera, simplemente porque sí, porque mi predisposición
así me lo hace ver. Y desde luego no es una
actitud cristiana, no podemos dar este mal ejemplo a
nuestros hijos, a los nuestros.
Y pasa lo mismo en el trabajo, en todas partes,
siempre son los otros los que tienen el polvo en el ojo,
cuando resulta que si me miro a mí mismo, veo de todo
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en el mío, vigas, incluso casas enteras, y sin embargo,
no parecen molestarme nada, debido a que ya me he
acostumbrado a ver mal. Veo desenfocado, y por supuesto
con tanto trasto por dentro de mis ojos no me
llega bien la Luz. ¿Cómo me va a llegar?
Ahora ya en serio, voy en mi coche, gris plateado,
es mi modo de viajar. Circulo bien, cumplo todas las
normas, pero siempre está ese otro que no las cumple.
Ése... Si fuéramos capaces de no criticar tanto,
si fuéramos capaces de no juzgar tanto a los otros, si
fuéramos capaces de no mirar tanto los defectos de los
otros, si fuéramos capaces de mirarnos más a nosotros,
veríamos nuestros defectos, nuestros errores, nuestros
egoísmos. Nuestros malos deseos, nuestras omisiones,
nuestros deslices en momentos que no deberíamos...
¡Tenemos tanto para corregir, para depurar dentro de
nosotros mismos!
No pongamos a otros etiquetas, a nadie le gusta tener
etiquetas, ni a ti ni a mí.

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