14/4/13

DE NUEVO VIAJAMOS A LOURDES (del libro "Qué Felicidad" de Antonio Escobedo)



Mi querido Alberto, me tienes en la sequía, desde
hace tiempo no sé nada de ti, mientras tanto yo sigo
aquí, como siempre, viviendo la vida con intensidad.
A diario.
Tras las cartas que escribí en el libro ¡Qué alegría!,
donde contaba todos los cambios, esos cambios tan
enormes en mi vida, y, al mismo tiempo tan suaves,
como si nada pasase, de un modo tan natural que no
me daba cuenta de ellos, hasta transcurrido un tiempo
después, llega hoy este otro libro: ¡Qué felicidad!
Ahora me piden que conteste a algunas preguntas
que me formulan, y que además, ya me anuncian que
queman.
Mi alma se ha ido llenando de esa alegría absoluta
que sólo en Dios es posible hallar. Tras la alegría llega
la felicidad, ya que siempre, siempre la felicidad viene
precedida de la gran alegría, como los rayos del sol
vienen precedidos por la aurora.
La luz viene tras esa primera claridad, que se antepone
al día. Y así vino Jesús por María, la Luz y la Aurora.
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¡Y así sigue ocurriendo cada día! ¡Y así, siguen viniendo
hoy por hoy!
Ahora llega la felicidad de poder servir, intentándolo al
menos de todo corazón, aun si ser la persona más adecuada
para dar esa luz que algunas me solicitan. Ojalá
mis respuestas resulten útiles y constructivas, no hay
intención de molestar en absoluto: todo lo contrario.
Si puedo, te contesto. Vamos allá.
Aunque he vuelto a tener unos problemillas de nuevo
con la espalda, por fin estuvimos otra vez en Lourdes,
donde como siempre, fue la mismísima Virgen María
la que salió a nuestro encuentro para guiarnos con su
mano, por el camino. Ella misma nos conducía para
que nuestros pasos en este peregrinar nunca se puedan
apartar de la gran autopista, de su Hijo. Jesús es el
camino, y la Virgen nos lo va enseñando poco a poco.
El viaje fue de lo más improvisado. Lo pensamos,
llamamos al monasterio, en cuya hospedería nos
quedamos, y prácticamente estábamos lanzados a los
kilómetros. Como bien sabes, en el trayecto, entramos
en el Santuario de la Virgen del Pilar, para honrar y saludar
a nuestra Patrona de España. Fíjate: un montón
de gente frente a ella, y justo allí, un banco completamente
vacío, sin nadie, al cual acudimos toda la familia
y llenamos por completo.
Bien sentados, mirando a la Virgen del Pilar, pensando
en eso, en lo que significa para mí un “pilar”, algo que
sostiene, algo que sustenta, un apoyo vital, quizá de mucho
peso, que soporta pacientemente allí, quieto, que
sujeta toda una estructura. Sujeta a España, a sus hijos,
a nosotros, nos mira con esos ojitos tan diminutos.

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¿Me mira a mí? Creo que te mira a ti. Quizá mira a
todos. ¿A quién miras, Madre?
De pronto, y sin darme cuenta, cruza por delante de
mis pensamientos un sacerdote revestido que va a presidir
la Santa Misa. Un señor mayor, de voz débil pero
clara y decidida. Vamos a poder participar de la Santa
Misa, como así lo habíamos previsto.
Estamos sumergidos desde esa mirada a la otra mirada,
la del Hijo, que todo lo ve, que todo lo sabe, que
ve en el corazón. ¿Me mira a mí? Creo que te mira a ti.
¿Quizá mira a todos? Ya sé, tengo que preguntarle a
quién mira, pero no me atrevo.
Sé que en un salmo se dice que sabe el nombre de todas
las estrellas, de tal modo que pienso que nos conoce
a todos nosotros, que nos llama por nuestro nombre,
aunque algunos estén desorientados, estrellados, nos
conoce. Me mira a mí; pero también lo está haciendo
contigo. También a ti te mira. ¿Lo notas? Fíjate bien,
es una mirada atenta, humana, superior pero no altanera,
sabe situarse a mi nivel, al tuyo. ¡Es fantástico!
¡Me está mirando! ¡Qué maravilla!
¿Por dónde iba..? Ah, sí, por el canto del: “Santo,
Santo, Santo es el Señor...” Sí, sé que te lo sabes, y por
cierto, mejor que yo. ¡Me había despistado un poco!
De pronto, algo me llama la atención –no sé cómo
decirlo–. Es como si me estuvieran mirando los dos.
Tanto la Madre como el Hijo. La Madre me mira con
los ojos de la paciencia, de saber escuchar, de sufrir
por el Hijo. El Hijo, Jesús, que es su nombre, me mira
con bondad, con amor. Me llena totalmente, está celebrando
la Pascua, su Pascua. Pero vivo, muy vivo, allí,

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en el pan y en el vino, aquí, está con todos nosotros por
su amor. Su mirada lo delata, me quiere, me acepta, y a
ti, a todos. La Virgen mira sonriente, es lo mismo, sabe
quién soy, me conoce, nos conoce, me mira a mí, y a ti.
A todos, es la Madre de todos, su amor por sus hijos, el
amor de una Madre.
¡Cuidado, que de nuevo me estoy despistando! La
bendición de Dios: “En el nombre del Padre, del Hijo,
y del Espíritu Santo...” O sea, la Trinidad.
¡Uf! Por poco se me pasa. Estoy contándote todo esto
con tanta alegría que me estaba desviando. Bueno,
como sabes, me pasa de vez en cuando. ¿Dónde estábamos?
Ah, sí, en Zaragoza, en el Pilar. En un día de
verano soleado, precioso, aunque con mucho calor.
Saludo también a Santiago Apóstol, allí en el Sagrario,
y poco a poco nos volvemos a poner en marcha.
Los kilómetros van pasando con suavidad. Nos vamos
aproximando a Huesca, la ciudad de los Pirineos: esa
gran cordillera, imponente, con esas cimas majestuosas.
¡Cuánta belleza frente a nosotros! ¿Quién será el
creador de todo esto? ¿Quién lo habrá diseñado? Seguimos.
Ahora, como bien sabes, estamos rezando un
rosario, aunque no es el primero de la mañana. ¡Qué
bien vamos!
El paisaje nos deleita, cuántos pinus silvestris, con sus
acículas duras y cortas; cuánto boj; y, sobrevolando las
alturas, divisamos unas águilas.
Curvas y más curvas, ahora subo, ahora bajo, un poco
de recta, y de nuevo curva, de nuevo una subidita, mejor
dicho, todo un señor puerto, de nuevo curva. Parece
la vida, ahora una dificultad, ahora una solución; de

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nuevo problema, a por él, solucionado.
Algunos problemas son más fáciles que otros, pero todos
nos hacen agarrarnos al volante con decisión, con
valentía. Un poco de recta, una relajación, sonreímos,
y poco a poco, subimos, nos elevamos, purificamos
nuestro ser, y de nuevo a lo ordinario; curva, bajadita,
dolor, un problema, una alegría, unos días mejor que
otros. Pero todos buscando la paz, la felicidad. ¿Pero
viajamos por la carretera adecuada? ¿Nos hemos equivocado?
¡No, vamos bien! Nos dice la voz de mi mujer,
segura y suave al mismo tiempo. ¡Qué susto! De nuevo
me había despistado. Es normal, no se pueden hacer
tantas cosas al mismo tiempo.
¡Recuerdo cómo me mirabas! La paz con nosotros,
tu paz nos llena, y los kilómetros van pasando. Ya
estamos en un túnel muy largo en el que al entrar es
España, y a la salida ya es Francia; es el túnel de Somport.
Se nota sobretodo... ¿En qué crees que se nota?
Anda, adivínalo. Bueno, es igual, yo te lo digo. Se nota
en que todas las indicaciones están ya en francés, y son
algo diferentes, y también en que los de allí hablan de
otro modo: hablan en francés. Fíjate que al queso lo
llaman fromage. ¡Sólo es una broma, no te enfades! Es
un chiste muy antiguo.
Hemos comido en un sitio precioso, junto a una
antigua casa de piedra, y al lado de un río bravo, de
esos que bajan de los Pirineos, de agua cristalina y
fría. Su susurro nos musicaliza la comida. Es la música
natural, también una ligera brisa, nos saluda y refresca
un poquito. Es un día muy soleado, y hace muchísimo
calor, incluso aquí, en pleno alto pirineo francés.

Tras tomar un poco de café y descansar, reír, tirar
piedras al río, hacer unas fotos testimoniales, tras estas
cosas y otras que no voy a mencionar –por ser necesidades
fisiológicas– poco a poco, pero con decisión y
mucha alegría, volvemos al coche, y de nuevo el lento
caminar de nuestra imaginación hace maravillas.
¡Ah! Como siempre que subimos al coche, le rezamos
una oración a nuestros ángeles de la guarda, o si lo prefieres
a los ángeles custodios, para que nos acompañen
en cada momento y no tengamos problemas nosotros
ni terceros. Y así vamos seguros. ¿Tú no los invocas?
¿Por qué no? Mira, Pío XI le dijo a monseñor Roncalli:
“La presencia activa de los ángeles es una fuente perenne
de alegría para sus protegidos. Esta presencia
allana las dificultades y disipa las oposiciones”.
No soy yo quien lo dice, es un papa a un cardenal. Pero
muchos otros papas han reconocido su intervención.
El mismo Juan XXIII atribuía a su Ángel Custodio la
idea de convocar el Concilio Vaticano II. Y también
Juan XXIII, el nueve de Agosto de 1961, relativo a los
problemas en la carretera, dijo: “Invocando con fervor
a los ángeles obtendremos su intervención sobre la
razón y la voluntad de los hombres”.
Y también el seis de Enero de 1962, en una exposición
a los sacerdotes les comunicó: “Pediremos particularmente
a nuestro Ángel de la Guarda que se digne
a asistirnos en la recitación diaria del Oficio Divino,
para que lo recitemos con dignidad, con atención y
con devoción, para que sea agradable a Dios, fructífero
para nosotros y para las almas de los demás.”.
¿Esta risita tuya viene por esa frase que algunos tildan
de “preconciliar”? ¿Crees que es cosa de niños?


Es cierto, algunos me han hecho este tipo de comentarios,
gentes de toda clase y situación. Te extrañarías, mi
querido amigo, la cantidad de veces que se han reído hacia
adentro. Parece como si no creyeran en los ángeles.
Pero escúchame, aunque sé que lo sabes, te voy a
recordar unos cuantos puntos, donde se hace una
clara referencia a los ángeles. Cógete el Catecismo de
la Iglesia Católica, y en el punto trescientos veintiocho
nos dice: “La existencia de seres espirituales que la
Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles es una
verdad de fe”.
También en el siguiente punto, en el trescientos veintinueve:
“Los Ángeles son servidores y mensajeros de
Dios, porque contemplan constantemente el rostro de
mi padre que está en el Cielo”. (Mt 18,10).
En fin, no te lo digo yo, ni nadie raro, es la fe nuestra,
la de nuestra Iglesia, es nuestro Catecismo, y siguen
más números hablando de los ángeles. También Juan
Pablo II dio unas catequesis preciosas sobre estos
ángeles, entre el verano y el otoño de 1986. Igual otro
día te contaré más detalles, o incluso te relate algunos
testimonios. Pero ahora, lo que sí te comunico, es una
gran verdad: nosotros los invocamos mucho, todos los
días, y te puedo afirmar que incluso para aparcar el
coche. ¡No hay sitio, todo lleno!; ¡de repente, uno que
se va delante de ti! ¡Ya tienes sitio! ¿Has visto?
Por cierto, aunque me he despistado un poco del relato,
llegamos a un punto en la entrada de una ciudad
que para seguir a Lourdes se puede hacer por dos carreteras
diferentes, y ambas nacen en la misma rotonda,
una más a la izquierda, y la otra, la que atraviesa toda
la población, siendo mas lenta.


¿Por cuál vamos? ¿Por cuál debemos de ir? ¿Cuál será
la mejor? Nosotros queremos la de menos curvas, ya
que llevamos a un hijo que se marea y vomita, pasándoselo
muy mal.
Entro en la rotonda, ¿Por cuál continuar? Ya está,
por la de la izquierda. Sin saber por qué, vamos ya por
ella. Pasan los kilómetros y vamos llaneando, con más
rectas que curvas, un paisaje precioso sale a nuestro
encuentro, las viñas francesas, plantadas en espalderas,
como dicen aquí nuestros agricultores. Nuestro
hijo va perfecto, no se ha mareado nada. Nos estamos
acercando a Lourdes, y ya se divisa hacia el fondo la
silueta de los montes que envuelven dicha ciudad. Ya
sentimos su presencia. ¡Nos dejamos llevar! ¿Tú no
invocas a tu ángel de la guarda?
Ahora, como ha dicho otro hijo nuestro, vemos los maizales.
Son enormes, inmensos, mares y mares de maizales,
plantas enormes y sanas con sus mazorcas peludas
madurando, expuestas al viento. Nosotros nos relajamos
con su verde frondoso, y casi sin darnos cuenta estamos
ya encima. ¡Betharran! El coche parace que va solo,
que nos guía él solito, ¡somos conducidos! Conductor y
conducido al mismo tiempo. Es increíble, aunque sé que
me crees. ¿A ti también te ha pasado algo parecido? Casi
estamos ya en Lourdes, una curva a la izquierda, y quizá
veamos ya el santuario. Son las cuatro de la tarde, hace
un calor terrible, el termómetro marca treinta y cuatro
grados centígrados, ¡Ya, ya estamos! “Mirad, mirad...”
Vemos todos al mismo tiempo el santuario erguido delante
de las montañas. La luz del atardecer lo baña de
colores cálidos. ¡Hemos llegado! Cantamos el Ave María
de Lourdes y rezamos un Ángelus.


Ahora busco, para situarnos, la torre de la iglesia parroquial,
referencia clara del monasterio donde vamos.
Ya lo conocemos, hemos estado más veces. Hay que
aparcar, todo completo; damos una vuelta a la manzana,
y al mismo tiempo: “Ángel de mi guarda...” ¡Mira,
mira, allí se va un coche! Justo aquí aparcamos. Qué
casualidad, zona libre, no hay que pagar, y vigilada
por tantos y tantos. Gracias al Ángel un sitio perfecto.
¿Sigues sin invocar a tu ángel de la guarda? No sabes
lo que te pierdes, no haciéndolo.
Maletas fuera, y con un agobio sofocante, la realidad
del calor. Estamos tocando el timbre del monasterio,
las Hermanas del Amor de Dios. Nos dan las llaves y
ya sabes el resto.
Una nueva “aventura” en Lourdes nos espera. Nos llena
de alegría poder estar aquí, en tu santuario. Cuántas
veces, Madre, nos acordamos de ti. Hoy mientras te
escribo, son casi las doce del mediodía, de un día de
septiembre, cuya mañana es fresquita y con algunas
nubes. La hora del Ángelus. Por cierto, la palabra ángel
viene del latín, ángelus, que quiere decir “mensajero”,
“enviado”, y en hebreo ángel es malak, que quiere decir
“delegado”, “embajador”.
Los ángeles tienen la función de mediación entre las
relaciones de Dios con los hombres, siendo los mensajeros,
los delegados de Dios, aquí y ahora, en nosotros,
en nuestros abuelos, en nuestros padres, en ti y en
mí, en nuestros hijos. Bueno, hacía tiempo que no te
escribía, y tengo muchas cosas que contarte, pero voy a
intentar poner un poco de orden. Ojalá te pueda narrar
cómo ha sido este año en Lourdes. La Virgen nos cogió
en brazos y nos fue paseando, llevando... Una mara-


villa, como siempre. ¡Qué felicidad! Intentaré poner
palabras a mis sentimientos, y desearé que te guste.
Lourdes es siempre maravilloso. Espero no haberte
puesto dolor de cabeza, pero si es así, toma una píldora,
y pronto se te pasará.
¡Que Dios te bendiga a ti, a toda tu familia y a todos
los tuyos! Amén.

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